Sin embargo, el sujeto moderno no es solamente narcisista. También es fetichista. Marx había mostrado que el fetichismo de la mercancía implica que las relaciones sociales entre los individuos no se presentan como tales, sino como relaciones entre las cosas (las mercancías y el dinero), mientras que el trabajo abstracto, que es una construcción social, aparece como una propiedad natural de los objetos. El narcisismo y el fetichismo no son dos fenómenos separados.
Desde las profundidades del tiempo siguen llegándonos mitos antiguos que condensan en un breve relato una imagen precisa de lo que estamos viviendo. Tal es el caso de un pequeño mito poco conocido, el mito de Erisictón. Debemos su transmisión, con algunas variantes, al poeta heleno Calímaco y al poeta romano Ovidio. Erisictón era hijo de Tríopas, que se había convertido en rey de Tesalia tras expulsar a sus habitantes autóctonos, los pelasgos. Estos últimos le habían consagrado un magnífico bosque a Deméter, la diosa de las cosechas.
Erisictón, con la intención de construirse una nueva sala de banquetes en su palacio, se atreve a violar el bosque sagrado. Deméter se le aparece bajo la apariencia de Nicippe, la sacerdotisa, para exhortarlo a abstenerse de la profanación. Erisictón, en cambio, amenaza con matarla. La diosa se revela en toda su majestad. El rey se echa a temblar, pero no por ello se rinde. Deméter, airada por tanta desmesura, lo castiga con una enfermedad que lo hace presa de un hambre insaciable. Erisictón empieza a comer todo cuanto encuentra: bueyes, pájaros, peces, hasta vaciar las despensas de su casa y las de sus vecinos. Su hija Mestra, para alimentar a su padre y para satisfacer sus propias necesidades, se vende como esclava, pero gracias a la ayuda de Poseidón, su amante, consigue escapar. El voraz padre, presa de la desesperación, se vende también él, pero nadie lo quiere.
Finalmente, y al no quedarle ninguna otra solución, empieza a devorarse a sí mismo. Este mito evoca la hybris —la desmesura debida a la ceguera y el orgullo impío—, que acaba por provocar la némesis, el castigo divino sufrido por Prometeo, Ícaro, Belerofonte, Tántalo, Sísifo y Níobe, entre otros. No respetar la naturaleza atrae necesariamente la ira de los dioses, o de la propia naturaleza. Pero hay algo más: no es una catástrofe natural lo que se abate sobre este ancestro de los insensatos que hoy destruyen la selva amazónica.
Erisictón no se devora a sí mismo por el castigo que recibe, sino porque es presa de un hambre insaciable. La desesperada tentativa de calmarla lo empuja a consumir alimentos en vano, estos sí muy concretos, destruyéndolos y privando así de ellos a quienes los necesitan. Sin embargo, no hay nada que pueda colmar el vacío interior que es la causa de su hambre. Es la desmesura, y no la catástrofe, lo que le impide detenerse. En esta historia resuena un fenómeno ya conocido: el del desarrollo que ha alcanzado la sociedad moderna y que no puede detenerse. La modernidad ha ido destruyendo sistemáticamente la naturaleza a lo largo de los dos últimos siglos, y desde hace al menos medio siglo lo está haciendo a un ritmo que es difícil imaginar que no conduzca a una catástrofe. Ante esta situación, las críticas al «progreso» y al «desarrollo» se han multiplicado, y han hecho emerger una vasta conciencia ecológica. Pero las críticas se han quedado a menudo en la superficie. No han sabido o no han querido captar el verdadero motivo por el cual nuestra sociedad no puede sencillamente «cambiar de rumbo» en dirección a un «desarrollo sostenible» o a un «crecimiento verde».
Las críticas ecológicas se limitan en la mayor parte de los casos a indicar que es necesario poner fin a la desmesura sin detenerse en la pregunta clave de por qué nos vemos obligados a actuar así. La razón por la que no podemos detenernos no se encuentra, como cree la ideología dominante, en una necesidad antropológica fundamental —como si «el hombre» fuera de por sí un ser devorador y depredador de su entorno—, sino en la dinámica propia de la sociedad capitalista. La sociedad capitalista es una sociedad de la producción de mercancías.
Es verdad que toda sociedad produce objetos, pero solo en la sociedad capitalista la producción no obedece a ninguna organización preestablecida, sino que es el asunto de productores separados que intercambian sus productos —las mercancías, servicios incluidos— en el mercado, según las leyes de la oferta y la demanda. Para poder ser intercambiados, los diferentes productos deben tener algo en común: el hecho de ser el producto del trabajo. Y de un trabajo abstracto, es decir, del tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlos.
Por lo tanto, toda mercancía tiene un valor de uso (es decir, una utilidad) y un valor (es decir, el trabajo abstracto contenido en ella). Es esta doble naturaleza de la mercancía y del trabajo que la ha producido la que Marx sitúa al comienzo de su Capital y de la cual deduce todo el funcionamiento del capitalismo. En efecto, las dos facetas no coexisten pacíficamente: están en conflicto, y de este conflicto es el lado «abstracto» el que sale vencedor. El capitalismo produce para el valor. El valor se presenta en la forma del dinero, que es el objetivo de la producción, mientras que el valor de uso (la utilidad del objeto producido) solo sirve como simple soporte. Este puede tener lugar o no: solo cuenta el incremento de dinero. Cuando el dinero se convierte en sí mismo en la finalidad de la producción, ninguna necesidad satisfecha puede constituir jamás un término. La producción se transforma en su propia finalidad y cada progreso sirve solamente para retomar el ciclo a un nivel más elevado.
El mito de Erisictón nos ofrece así una imagen muy precisa de la dinámica del valor: la necesidad de crecimiento ilimitado del valor y su indiferencia en cuanto a los medios para lograrlo constituyen ese fondo común que moldea los aspectos más diversos de la modernidad.
El crecimiento del dinero y del valor no es posible más que a través del crecimiento del trabajo ejecutado. La sociedad mercantil moderna es, por lo tanto, forzosamente una sociedad del trabajo. La necesidad del trabajo y su centralidad se han convertido en la única fuente de legitimidad, no solamente en las sociedades occidentales, sino en la mayoría de las sociedades planetarias. Toda sociedad necesita un principio de síntesis: se trata del principio unificador que permite que los individuos y sus productos materiales e inmateriales, los cuales en cuanto tales están separados y son inconmensurables, puedan constituir las partes de un todo, es decir, formar una sociedad. En la sociedad capitalista es el trabajo el que hace de cada individuo un miembro de la sociedad que comparte con los otros miembros una esencia común que le permite participar en la circulación de sus productos. Los individuos pueden encontrarse como las partes de un todo —es decir, formar una sociedad— porque sus actividades adoptan la forma común de una cantidad de trabajo representada en una cantidad de dinero. Esta síntesis social se presenta en la forma del «sujeto» moderno. Para que esta síntesis pueda funcionar, es necesario que los individuos interioricen el imperativo del crecimiento del valor, el que se presenta a ellos como una pulsión, como una necesidad psíquica, casi como una segunda naturaleza.
En la sociedad capitalista, la interiorización de la coacción del valor y su abstracción conduce a la formación de un sujeto que no está orientado a satisfacer sus necesidades o la de su entorno, sino a la acumulación infinita de valor, que está a la base del crecimiento sin fin. El sujeto moderno es, pues, el resultado de la interiorización de las coacciones impuestas por el sistema capitalista. Esta interiorización se traduce, en el nivel psíquico, por lo que el psicoanálisis llama «narcisismo». La crítica del valor, que constituye la base de este libro, se inscribe así en la línea de la obra de Christopher Lasch La cultura del narcisismo (1979).
Lasch era uno de los últimos herederos de la Escuela de Frankfurt (principalmente de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno) que supo comprender que el sujeto no puede ser considerado como una entidad autónoma y ahistórica, sino que es el resultado de la historia y de las relaciones sociales. Lasch se apoyaba en el psicoanálisis, no para explicar los trastornos psíquicos únicamente por la historia personal del individuo (como hizo la mayor parte del psicoanálisis clásico), sino para mostrar cómo las estructuras sociales del capitalismo (principalmente la mercantilización y la destrucción de los lazos sociales) han penetrado en la psique y han conducido a la formación de un nuevo tipo de subjetividad, el sujeto narcisista, que no está interesado en el mundo exterior, sino en su propia imagen. Sin embargo, el sujeto moderno no es solamente narcisista. También es fetichista. Marx había mostrado que el fetichismo de la mercancía implica que las relaciones sociales entre los individuos no se presentan como tales, sino como relaciones entre las cosas (las mercancías y el dinero), mientras que el trabajo abstracto, que es una construcción social, aparece como una propiedad natural de los objetos. El narcisismo y el fetichismo no son dos fenómenos separados.
El sujeto narcisista, que se aísla de sus semejantes y se concentra en sí mismo, es al mismo tiempo un sujeto fetichista, porque para él la única relación que tiene con el mundo es a través de la mercancía. El sujeto fetichista-narcisista, al no tener ninguna relación con el mundo exterior que no esté mediada por el dinero, no tolera ninguna frustración. Concibe el mundo como un medio sin fin consagrado a una desmesura sin límites, que se expresa en la necesidad de acumular valor y en la incapacidad de detenerse. Al igual que Erisictón, el sujeto moderno no está orientado a satisfacer una necesidad, sino a una pulsión que no puede ser colmada. Esta desmesura, al destruir el mundo y al sujeto que la encarna, desemboca en lo que se podría llamar la «pulsión de muerte» del capitalismo. La crítica que aquí se desarrolla no es una simple crítica moral. El libro no está dirigido contra la falta de sabiduría o la mala voluntad de los individuos, sino contra la lógica del sistema. No se trata de decir que «el hombre es malo» y que, por lo tanto, no hay nada que hacer, sino de mostrar que el sistema capitalista engendra necesariamente este tipo de subjetividad y de dinámica autodestructiva. Por esta razón, la tesis central del libro es que todos los fenómenos que nos aparecen de manera fragmentada —el narcisismo, la ecología, el agotamiento del tiempo, las nuevas tecnologías, la crisis del sujeto— son inseparables y proceden de una única causa, el funcionamiento de la sociedad capitalista.
El libro se propone así recomponer el rompecabezas de la sociedad autófaga y mostrar cómo esta devora a sus hijos, al mundo y a sí misma. La sociedad Autofaga de Ansel Jappe. El itinerario del libro se articula en tres partes. La primera parte, «La era del narcisismo», se consagra a la subjetividad. Se trata de analizar el narcisismo desde la perspectiva de la crítica del valor y de mostrar cómo la mercantilización ha transformado la psique y las relaciones sociales. Se exploran las figuras del héroe de sí mismo y del sujeto autorreferencial, y se examinan las consecuencias del narcisismo en la pareja, la familia y la política. La segunda parte, «La sociedad que devora el tiempo», se centra en la relación del sujeto con el tiempo. La mercantilización del tiempo y la aceleración social se examinan a la luz de la necesidad del crecimiento del valor. Se analiza la figura del héroe de la velocidad y se estudia la forma en que las nuevas tecnologías, lejos de liberarnos del tiempo, lo devoran y nos encadenan a una temporalidad sin duración. Se explora la relación entre el tiempo, la tecnología y la pulsión de muerte. La tercera parte, «El mundo consumido: de la ecología a la autodestrucción», aborda la dimensión ecológica de la sociedad autófaga. Se muestra cómo la necesidad de crecimiento ilimitado del valor conduce a la destrucción sistemática del mundo y del sujeto. Se analiza la relación entre el mito de Erisictón, la hybris y la autodestrucción, y se exploran las formas en que la sociedad capitalista, al devorar sus propios límites, se precipita hacia su caída. A modo de conclusión, la «Nota sobre la crítica del valor» ofrece una breve síntesis de las categorías fundamentales de la crítica del valor (el valor, el trabajo abstracto, la mercancía, el fetichismo) que sustentan la argumentación del libro. El objetivo es proporcionar al lector no familiarizado con esta corriente teórica las herramientas necesarias para comprender el desarrollo de la obra.